jueves, agosto 17, 2006















En-tiendase…

Una luz simplemente cambiando la noctámbula diferencia
Nada para sacar al viento y todo para ofrecer al sol
Es que sus manos caminan descalzas
desconcertando las huellas que habitan en su parca dulzura
Afana su amor por lo significante
Ni más audacia ni más canción
todo apunta hacia el final
Caen los medios, caen las síntesis, caen los mensajes
Y una solución para descartar
Un pan que no alimenta no es un salmo creador
Y como hablar de lo que no escuchó
Quien dice lo que dice ese eres tu, ese soy yo
Un enfermo de cordura
en la rueda de la sinrazón
Precarias palabras para un panegírico hablador.

(Viajando hacia la Piedra …)

viernes, agosto 11, 2006

FELIZ CUMPLEAÑOS HERMANA (eeeh manita)

El abuelo Fernando era un personaje algo turbado y exaltado, según contaba la abuela Elena, su hija, madre de don Sergio.

Habían venido de España a trabajar en la explotación de madera, allegado a los hacendados del complejo maderero Panguipulli, en las cercanías de Temuco. Sus cinco hijos entre los cuales se contaba el abuelo Alberto, se peleaban las avellanas y piñones en la cordillera adornada por el blanco pico del Volcán Lláima. En este suelo helado, y amable de flores en primavera, se conocieron en la estación de ferrocarril, allí en las mañanas de misa del domingo, Alberto se apoderó de la juguetona, y altiva mirada de doña Elena Sagredo. Amelia la hermana menor de Elena sabría de las secretas cartas y citas escondidas de Alberto en el puente nuevo, al sur de aquel pueblo, apostado a los pies del volcán.

Después de muchos años, más de 50, visité cada lugar de aquel pueblo de nalcas y cercas de madera. Ahí estaba la sombra de Amelia, chica adolescente que dejó aquel lugar a los diecisiete y se fue, con pasaje de ida para no volver jamás. Una peste invernal la dejó en el cielo aquel, más arriba de los ojos del Lláima. Ahí estaban los acordes de doña Flora, (Abuela que a criado a la Hilda, huérfana a los siete meses) cantora campesina de la guitarra trasteada e interminables trenzas, animando las cuecas premiadas en el estadio de Cherquenco. Ahí estaban zumbando aun los combazos al yunke del abuelo Alberto, en su fragua. Como un testigo fantasmal todos sus inventos, la maquina de extraer aceite, la amasadora para la panadería, por ejemplo. El abuelo Alberto me enseño la ternura, en sus ancianos años para cargar a dos bribones de seis, subiéndose a cabalgar la vida en cada rodilla. Dándome sus mañanas para arreglar una destartalada bicicleta que no podía llegar en panne a la casa, si no Fernando, el mayor y dueño de la bici, me pasaría la cuenta.

Después de un largo viaje, doña Hilda llega con sus cuatro terruños a Chillán, claro aún no existía Sandra, que nacería en aquellos nerviosos años de la revolución de vino y empanadas, el ‘72. Fue allí en la calle O’brién, aquella primera toma de casas en la cual el comité “Sur Oriente” comandado por la Panchita, mujer de puño en alto y tierna fuerza acogedora, en aquella mañana de tibio sol de agosto en el cual veía alejarse el Ford ‘37 de don Sergio, llevando a la Hilda al Hospital Herminda Martín. En la misma casa daría sus primeros pasos, la última de la generación de O’brien 206.

Tres décadas pasarían para que la historia se escribiera perse en las caras divinas de esperanza, de la legión fémina de los Reyes del sarcasmo. La otra generación aquella del formato digital y las redes satelitales, ahí estarán escribiendo los nuevos capítulos La Francis con la fuerza de su madre, la Flory con la pasión, la Rayi con su delicada sabiduría, la Elo con su voz altiva, La Viols con el arte a cuestas, la Martina, la Almendra y el Phylias, los últimos gemelos para colonizar los valles de este tiempo sin retorno, pero con fantasías de días y noches, soles y lluvias, de tropiezos y aciertos, tal como las siempre sabias palabras de doña Hilda…”es la vida nomás…así es la vida”.